«24 horas en la vida de una mujer» son suficientes para dar un giro de 180° a su existencia y quedar marcada de por vida.
Este musical basado en la obra de Stefan Zweig se presenta de nuevo en Madrid, esta vez en el Teatro Infanta Isabel, después de haber recibido el aplauso de la crítica en su anterior visita, para hacernos partícipes del dilema de una mujer que ve cómo un casino, una mala jugada y un hombre perturban la tranquilidad de su acomodada vida.
En un ambiente tan lúgubre como el alma de su personaje, Silvia Marsó pide a su conciencia y maestro de ceremonias (Gonzalo Trujillo) que le deje cantar un día de su vida que consiguió cambiar el resto de sus días para liberarse así de esa mezcla de culpa y nostalgia que la corroe y, en el fondo, volver a sentirse igual de viva que entonces.
No es cuestión de destripar la obra, así que daré unas cuantas pistas y ya unís vosotros los puntos. Básicamente se trata de meter en una olla a presión a un joven (Felipe Ansola), una mujer madura, una pizca de ludopatía (o dos), un intento de suicidio, una noche de pasión y un futuro de lamentos y dejar que se cocine intentando que no explote.
Por un lado queda claro lo peligrosas que son las verdades a medias, sobre todo cuando se las cuenta uno a sí mismo y lo tóxicos que son los vicios para el que los sufre y los que lo rodean, pero, a decir verdad, me habría gustado que el propio transcurso de la obra me hubiera ayudado a dirigir mi atención no tanto hacia el argumento, sino hacia la disyuntiva de la mujer entre sus instintos y su razón, o si no la suya, la razón impuesta por la sociedad de la época que, por lo que sea que fuere, marcaba lo que debía regir en el corazón de los que la constituían. No es que no se refleje, pero lo que yo pensé fue: ella sigue debatiéndose, vale, pero cuéntame qué pasa con el conjunto. Lo que no terminé de descifrar es qué representaba la maleta surcando el aire.
Esperaba más en ese sentido y el sabor de boca que se me quedó habría sido más amargo que agridulce de no haber sido por la interpretación de Silvia Marsó. La voz de Felipe Ansola no es moco de pavo, pero con permiso de sus compañeros y del punto a favor que otorga la música en directo diré que la actriz no es la protagonista de la obra, es la obra. No estoy diciendo nada que no se haya dicho antes, la facilidad de esta mujer de pasar y hacerte pasar de la sonrisa al llanto, de la angustia al entusiasmo, es impresionante. Me dejó sin palabras ver cómo al volver a su realidad se echa 20 o 30 años encima con sólo tocar un bastón y cubrir su espalda con un abrigo y me pareció curioso que en uno de los momentos en los que canta su sufrimiento, al sacarlo de dentro para compartirlo con el público, en lugar de llevar las manos desde el corazón hacia delante, intencionadamente o no, arrancase el gesto desde la altura a la que están los ovarios, con una mano a cada lado, como si se estuviera desgarrando desde lo que es el origen de todo, transmitiendo un dolor distinto a cualquier otro.
Quizás por lo que he comentado de haberme centrado más en la historia y no en la en la lucha interna, habría acortado la última parte, desde que se para el tiempo hasta que se acaba la función. Se hace un poco largo el final, pero de cualquier manera merece la pena verla, sobre todo a ella, en serio. ¡Ah! Los que esperaban que pasaran más cosas de las que pasan, que no sean tan exigentes, a ver cuánto nos dan de sí 24 horas al resto de los mortales.
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