Imaginar que Facebook es una palabra griega suena descabellado, incomprensible e incoherente. ¿Qué pensaría Mark Zuckerberg si conociese que su invento ya había sido creado por el pueblo heleno? Tal vez se sorprendiera viendo la secuela de Mi gran boda griega (2002), pero es que quizás Carlomagno también descubriese Estados Unidos y su autoría todavía esté por reivindicarse.
Divertida, tierna y griega, muy griega. Con estos adjetivos podría describirse la segunda parte de esta comedia romántica que, pese a correr el riesgo de no igualar las sensaciones que dejó su predecesora, sin duda logra mantener viva la esencia de una película que demostró que el limpiacristales es el mejor remedio ante cualquier enfermedad.
Nia Vardalos vuelve a ponerse al frente de un guion más autobiográfico que creativo. Ingenioso, pero sencillo; recurrente, pero eficaz. No es necesaria una obra maestra que se salga del clasicismo narrativo hollywodiense para adentrarse en el corazón del espectador mediterráneo —con características culturales equiparables al argumento del largometraje—. Es por ello que engancha, que divierte, que evoca y recuerda a un humor tan cercano que a veces parece patrio. Y en este punto está el error.
Así como la primera parte de 2002 mantenía una línea humorística plana con pequeños despuntes espontáneos, su secuela trata de acudir a la carcajada continua sin tiempo para respirar entre broma y broma. Son franjas concretas pero largas, instantes en los que la radicalización de los roles se hace pesada y rompe la magia con el espectador. No obstante, este aspecto, tan característico de los guionistas de sketches, sabe salvarse a tiempo.
Papeles tan bien interpretados como el de la matriarca griega, María (Lainie Kazan), y su marido Gus (Michael Constantine), son un aliciente para ver una película donde éstos cobran un mayor protagonismo. Porque nadie dijo que la edad fuese un inconveniente en el amor, como tampoco lo es para vivir una segunda y hippie juventud.
De nuevo la familia es el conflicto, la antítesis que impide vivir a Toula en armonía con la sociedad estadounidense. En esta ocasión, además, su hija adolescente juega un rol muy importante. Es su otro yo, su sombra, la visión de una niñez frustrada entre mousakas y pan de ajo. De nuevo la elección entre tradición o autonomía se sitúa a la cabeza del imaginario griego y, de nuevo, la tía Voula está ahí para sacar las castañas del fuego.
El papel interpretado por Andrea Martin es uno de los secundarios más relevantes y cómicos del elenco. Como ya lo hiciese en la primera parte, esta actriz tiene la capacidad de empatizar con el público al mínimo segundo. Es pura comedia gestual, tradicional, clásica. El típico rol secundario que logra arrancar las carcajadas del espectador sin despeinarse. No por el nivel de laca pulverizada sobre su cabello —que también—, sino porque va intrínseco en ella.
Las similitudes narrativas con la primera película impiden hablar en exceso y sin spoilers de las nuevas aventuras de la familia Portokalos. Siguen igual, pero renovados. Ruidosos, pero entrañables. Son así y no van a cambiar, como tampoco lo hará una verdad universal: toda palabra tiene su origen en Grecia. Y si no, que se lo pregunten a Facebook.
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