CRÍTICA DE TEATRO | «La importancia de llamarse Ernesto», dirigida por Ramón Paso

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En lugar de hablar de la erótica del poder podríamos hablar de la erótica del nombre propio y es que, al parecer, lo que deciden nuestros progenitores en el registro condiciona nuestras posibilidades de éxito en el terreno amoroso. Bueno, lo que deciden nuestros progenitores o nosotros mismos.

De ahí “La importancia de llamarse Ernesto” y la necesidad de hacerlo constar de una manera histriónica. En realidad, no creo que exista esa necesidad. Había visto esta obra anteriormente y no recuerdo que los actores gesticulasen tanto. Quizás sería más adecuado decir ‘el atrevimiento’, en caso de que fuera una exigencia de guion. Si fue aportación personal de los actores, no puedo decir que lo considere un acierto.

Una cosa es que los gestos ayuden a la comedia y otra es que perjudiquen al propio personaje. Habría entendido que la exageración fuese característica únicamente de uno de ellos, pero no fue ese el caso. Los gestos de los dos protagonistas masculinos David Degea (Jack Worthing) y Jordi Millán (Algernon Moncrieff) llegaron a agobiarme, me parecieron pueriles, incluso espasmódicos a veces. Es más, Degea en varios momentos adelantó la expresión a los actos.

En una obra en la que el lenguaje es cargado de por sí los gestos no deberían serlo si no es para definir a un personaje, resulta cargado, pero es posible que no captase la intención del director.

Lo mismo puedo decir de la velocidad de los diálogos. Ángela Peirat (Señorita Lane) consigue algo que no está al alcance de muchos, hablar rápido y que se entienda todo. De entrada, dos cosas difíciles de hacer simultáneamente. ¿Por qué no podía ser esa rapidez rasgo exclusivamente de la criada? En mi opinión, que “los Ernestos” hablasen a un ritmo más rápido del habitual resta mérito a la actriz, además de crear un estrés innecesario. No terminé de entender las prisas. El nerviosismo y el sofoco de los personajes se pueden mostrar de otras formas.

De Inés Kerzan (Gwendolen Fairfax) diré que la vi más a gusto hablando desde el patio de butacas que encima de las tablas. Guillermo López-Acosta (Reverendo Chasuble) resuelve correctamente el papel que tiene, aunque lo hace un tanto cohibido. Ya se sabe, los reverendos no suelen ser la alegría de la huerta.

No todo va a ser sacar peros en esta reseña. Es muy divertida, el público no deja de reír desde que arranca la verdadera acción hasta que se cierra el telón. En esta adaptación de la obra de Oscar Wilde las que se llevan la palma indiscutiblemente son Paloma Paso Jardiel (Lady Bracknell) y Ana Azorín (Cecily Cardew), sencillamente geniales. Humor directo desde la experiencia el de la una, humor pícaro desde la ternura el de la otra. Son el caso contrario al de ellos, utilizan los gestos en su justa medida para conseguir el fin de cualquier comedia.

Me parecieron muy originales la combinación de colores en las parejas y la integración con los ambientes, pero no consigo comulgar con los anacronismos. Me cuesta ver un vestido de época con zapatillas o escuchar expresiones del siglo XIX mientras se toquetea una tableta. Entiendo, eso sí, que se quiera buscar la risa con ello.

Voy a quedarme con algo a lo que dar vueltas y es que desde que vi la obra he encontrado motivos, haciendo memoria, que me llevan a pensar que lo que se dice es cierto. No sé por qué actúo o actuamos así, si es que no soy yo la única. No sé por qué muchas veces nos cuesta más despedirnos de alguien a quien acabamos de conocer que de quien lleva con nosotros toda la vida, aun sin saber si lo que poco que conocemos de esa persona es verdad o no.

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Margarita Pérez

Me apasiona que me cuenten historias desde las tablas, desde la gran pantalla o desde la caja lista. ‘Mary Poppins’ me enganchó al cine, ’10 negritos’ al teatro. Nací con una tele debajo del brazo y un lápiz en la mano izquierda. «Librívora» desde la cuna. Escribo porque no sé vivir de otra manera. Ingeniera de Telecomunicación. Madrid, Madrid, Madrid…

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